Relanzo mi crítica al show de Gabino Diego dada su vuelta a Sevilla al Teatro Quintero los próximos 14 y 15 de abril.
La ternura y el alma cándida de Gabino Diego consiguen que los noventa minutos de su show transcurran en un abrir y cerrar de ojos. Lo que Gabino nos cuenta - porque sólo le falta el "érase una vez" de cualquier cuento - no es sino su propia vida como persona y como actor e incluso como cantante; nos describe lo que habían sido sus sueños, su realidad y, sutilmente, hilando muy fino, y con las armas que siempre han empuñado los más inteligentes, la ironía y la sonrisa, pasa revista por cuestiones que perturban al hombre de hoy en día: la incomunicación y la carencia del humor.
Gabino se rinde ante su público animándolo, saludándolo, cortejándolo y dejándolo, cuando él acertadamente decide, mudo y atento, mientras recita versos que nadie espera, y que por eso mismo, el respetable se acongoja y el actor logra su cometido: la palabra ha vuelto a triunfar – para eso estamos en un teatro - y la risa/sonrisa/carcajada (tres platos a elegir) la acompaña, para eso estamos en manos de este cómico, es decir, en buenas manos.
Sin dejar títere con cabeza, con su papel de hombre-elenco/hombre-orquesta y el efecto bululú al cien por cien de su capacidad, le sobra y le basta para llenar la escena, dando pinceladas de un sarcasmo dulzón con el que pinta al Rey y a algún que otro personaje deshauciado y a algunos políticos. Si los personajes son reales o no, el propio actor nos comenta que algunos sí, pero que hay otros que prefiere no desvelar el secreto.
La autocrítica le funciona. Gabino se practica una suerte de harakiri cabaretero hasta dejarnos muy claro, eso sí, que al fin consiguió haber pisado la alfombra roja en Hollywood, cuando nadie había confiado nunca en él. Sin embargo, ni qué decir tiene, que la habilidad de Gabino reside en contarnos todas sus "penurias" como si nada, tierno, cándido, como si nunca lo hubiera esperado, como si nadie se lo hubiera imaginado, pero que ahora, a toro pasado, se jacta -siempre dulcemente- de que le quiten no le pueden quitar lo bailao...
Pienso que la clave del monólogo está en aquella que siempre han poseído los clowns: te lo digo cantando, te lo digo sonriendo, te lo digo para inspirarte ternura, te lo digo para que te diviertas, te lo digo para que me prestes mucha atención, pero sobre todo, a lo que voy, mi fin único: te lo digo. Y he ahí el quid de la cuestión: noventa minutos llenos de mensajes acaramelados los cuales, entre bromas y veras, llegan de veras y no son tan de broma. Salteados con versos de Hamlet, con los de su amigo poeta, con canciones que inspiran optimismo y un canto a la vida, nos divierte, nos descubre, pero no del todo, como debe ser: para que pensemos.
Aprovechar estas líneas para felicitar al Teatro Quintero que retoma el testigo del ya inexistente Teatro Imperial de la calle Sierpes y vuelve a acercar al público de la capital andaluza espectáculos de este tipo. No sería exagerado decir que Sevilla bien puede ser de nuevo parte del acerado de la Gran Vía madrileña al cubrir esta sala con su repertorio las exigencias de amantes de estos expectáculos.
Sin dejar títere con cabeza, con su papel de hombre-elenco/hombre-orquesta y el efecto bululú al cien por cien de su capacidad, le sobra y le basta para llenar la escena, dando pinceladas de un sarcasmo dulzón con el que pinta al Rey y a algún que otro personaje deshauciado y a algunos políticos. Si los personajes son reales o no, el propio actor nos comenta que algunos sí, pero que hay otros que prefiere no desvelar el secreto.
La autocrítica le funciona. Gabino se practica una suerte de harakiri cabaretero hasta dejarnos muy claro, eso sí, que al fin consiguió haber pisado la alfombra roja en Hollywood, cuando nadie había confiado nunca en él. Sin embargo, ni qué decir tiene, que la habilidad de Gabino reside en contarnos todas sus "penurias" como si nada, tierno, cándido, como si nunca lo hubiera esperado, como si nadie se lo hubiera imaginado, pero que ahora, a toro pasado, se jacta -siempre dulcemente- de que le quiten no le pueden quitar lo bailao...
Pienso que la clave del monólogo está en aquella que siempre han poseído los clowns: te lo digo cantando, te lo digo sonriendo, te lo digo para inspirarte ternura, te lo digo para que te diviertas, te lo digo para que me prestes mucha atención, pero sobre todo, a lo que voy, mi fin único: te lo digo. Y he ahí el quid de la cuestión: noventa minutos llenos de mensajes acaramelados los cuales, entre bromas y veras, llegan de veras y no son tan de broma. Salteados con versos de Hamlet, con los de su amigo poeta, con canciones que inspiran optimismo y un canto a la vida, nos divierte, nos descubre, pero no del todo, como debe ser: para que pensemos.
Aprovechar estas líneas para felicitar al Teatro Quintero que retoma el testigo del ya inexistente Teatro Imperial de la calle Sierpes y vuelve a acercar al público de la capital andaluza espectáculos de este tipo. No sería exagerado decir que Sevilla bien puede ser de nuevo parte del acerado de la Gran Vía madrileña al cubrir esta sala con su repertorio las exigencias de amantes de estos expectáculos.
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