... asistí a dicha representación en el verano de 2010 en los Jardines de la Buhaira, y no vi a Tartufo. No lo vi por ningún lado. Alguien lo intentó encarnar y lo descarnó. No vislumbré al canalla que construyó Molière ni un segundo tan siquiera, por mucho que se flagelara, aflautara su voz e intentara embaucarme a mi más que sus compañeros de reparto con una sarta de encantos melífluos y estériles. No me removió lo mucho o lo poco de hipócrita que podía haber dentro de mí; no me sentí incómodo cuando aquel supuesto Tartufo movía los hilos en el hogar que había asaltado y hundido; no sabía yo en que época desfilaban los personajes, pues no se distinguía bien entre lo que pretendía ser el vestuario pero que quedó sólo en meros disfraces de Cortilandia. Es más honesto acercarse con humildad y discreción a una época, que pensar que se cuenta con el presupuesto y las ínfulas de una ópera de Verdi.
A mi juicio, Tartufo es la piedra en el tirachinas de cualquier director, ya que así lo dispuso su autor, y si uno está falto de fuerzas para tensar el artilugio en cuestión y romperle las gafas al señor de la décima fila, debe ser coherente estarse quieto y jugar con otra cosa, por ejemplo, un entremés. Antes de llegar a la facultad, hay que pasar por el colegio. El reparto, en manos de dicha dirección, bien podía haber defendido un entremés y no el testimonio del autor. Honestamente considero que algunos de los actores y actrices de esta puesta en escena están desaprovechados y caen en la afectación, la cantinela y las poses caducas de Estudio 1
Mientras un espectador ve a Tartufo, debe sentir hormigas por la espalda, y si es una tarántula, mejor; el que asiste a lo que destruye Tartufo, debe pensar que en su trabajo hay uno como éste al que es imposible denunciar porque tiene acaramelados al todo el equipo con su victimismo bien medido y su verbigracia bien hilada; le tienen que entrar una ganas incontenibles de llegar a su trabajo al día siguiente y espetarle en la cara al menda en cuestión: Ayer vi Tartufo en la Buhaira, y me acordé de ti. No porque te echara en falta, sino porque te vi dos horas sobre un escenario... El espectador debe dar las gracias a Molière de que lo escribiera en su día porque esos tipos nunca pasan de moda y habría que denunciarlos, y que mejor cadalso que los jardines de la Buhaira.
El texto clásico es, además de lección, ritmo; es dirigir moviendo las manos a un compás de cuatro por cuatro; es zambullir al espectador en una espiral para zarandearlo y hacerle ver que los clásicos no pasan de moda, que no huelen a alcanfor; que las palabras no estan manidas; que los títulos de los autores clásicos no deberían ser publicidad municipal a bajo coste para atraer al público despistado sino una invitación a la reflexión. El director debe encomendarse a Marsillach y a Strelher en estos casos y no a su propio ego, el mayor peligro para lo que nos dedicamos a esto.
Al igual que yo asumo en primera persona toda responsabilidad cuando mi montaje fracasa, es el director en este caso el único responsable de que yo no viera a Tartufo en la Buhaira el pasado verano.
Marsillach nos enseñó tanto con su Tartufo que ahora no puedo dejar de pensar en él.
En esta Sevilla mía que come y calla, que critica siempre en bastidores, que lo solucionamos todo con la cerveza sobre el barril y la tapa de altramuces; que aplaudimos lo infumable y que tanto valoramos los palcos en la Campana, hay que apostar por el buen teatro, y cuando no nos guste, levantarnos e irnos.
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